martes, diciembre 02, 2008

C. G. Jung

–¡Psht, psht! ¡Despierta!
Entreabrí los párpados, pesados como el plomo, intentando separar la realidad de las últimas imágenes del sueño del que había sido arrebatada tan bruscamente. Un cielo gris pálido anunciaba el inminente amanecer, al otro lado del cristal de la ventana.
–Oye, nena, espabila.
Giré la cabeza instintivamente, hacia el lugar del que provenía la voz que me había despertado. Me dio un tirón en el cuello, a pesar de que el movimiento debía de haber sido tremendamente lento, pues mis músculos aún seguían agarrotados por el sueño.
–¡Ya era hora!
Di un respingo. Había alguien en mi cama. Un desconocido.
–Anda, guapa, muévete un poco, que me estás pisando.
No entendía nada. ¿Qué hacía allí aquel tipo? ¿Quién era? Intenté acordarme. Entorné los ojos, esforzándome por visualizar el momento exacto en que me había ido a la cama la noche anterior. Todo había sido normal. Rutinario. No lograba recordar ningún detalle extraño.
–Ey, no vuelvas a dormirte, nena, y levanta el pompis.
Pestañeé para asegurarme de que aquello no era una visión, de que ya estaba despierta y no seguía soñando. No. Era cierto. Había un tío sentado en mi cama. Un hombre atractivo, fornido, con una larga melena castaña y el torso descubierto.
–Oye, guapa, me estás pillando la cola.
Yo seguía sin comprender. Me incorporé levemente, apoyándome en los codos, e intenté articular una frase coherente. Todo lo que logré fue boquear como un pez, sin emitir ningún sonido, mientras trataba de organizar mis pensamientos, aún sumidos en un torpe sopor.
–Verás, es que tengo un po-qui-tín de prisa –dijo él, enfatizando las últimas sílabas de la frase–, ¿sabes?
–¿Qué? –pregunté por fin, sorprendida.
–Que muevas el trasero, que me estás pillando la cola y, así, no puedo marcharme.
Sin ser muy consciente de mis actos, hice lo que me pedía, apoyando las manos sobre el colchón. Noté que algo se deslizaba bajo las sábanas. Entonces, el desconocido se puso de pie, alcanzando una estatura colosal.
–Ha sido un placer, monada –dijo con cierta ironía–, pero yo me largo.
Y con un resoplido, se dio media vuelta y salió de la habitación con un leve trote, cerrando la puerta tras de sí.

jueves, octubre 23, 2008

Electricidad

Tengo un cable. Mejor dicho, el cabo cortado de un cable cuyo extremo contrario –cercano o remoto– está conectado a algún enchufe, instalación o aparato eléctrico.
Cuando uno hace un taladro en la pared, se imagina que puede encontrar una tubería, el dormitorio del vecino, o una cucaracha que pasaba por allí en aquel momento. Pero no un cable. Bueno… tal vez un cable sí. Pero no un cable como el que ha decidido engancharse en mi broca.
Tiro suavemente del extremo que sobresale por el agujerito de mi pared –aun a riesgo de sufrir una electrocución– para asegurarme de que no es simplemente un resto olvidado; un cachito abandonado por accidente entre dos tabiques de escayola. Después, compruebo que funcionan todas las bombillas, focos, fluorescentes, diodos de mi casa. Los enchufes, interruptores, ladrones, regletas, conexiones, terminales, empalmes, prolongadores, clavijas. Que siguen encendidos la lavadora, el frigorífico, el horno, la radio, la vitrocerámica, el aire acondicionado, el lavavajillas, el ordenador, la cafetera, el despertador, la impresora. El teléfono, el módem, la calefacción. El telefonillo del portero automático, el timbre.
Si el cable cortado no ha afectado al funcionamiento de ninguna de las instalaciones eléctricas de mi casa… ¿habré dejado sin luz al vecino?
Después de pasarme por el piso de al lado para asegurarme de que todo sigue en orden, subo a cerciorarme de que el vecino de arriba tampoco ha sufrido las consecuencias de la intrusión de mi osada broca exploradora en los emparedados misterios del edificio. Nada. La corriente alterna continúa circulando por todos los circuitos del inmueble… excepto por el cable que ahora asoma por el hoyito de mi pared.
En vista de que –aparentemente– no he causado ningún desaguisado, vuelvo a introducir el cable por el agujero, lo ocluyo con un taco, una alcayata, un cáncamo del que cuelga un cuadro. Aquí no ha pasado nada.
Sin embargo, estoy segura de que ese cable cortado impide que llegue la corriente eléctrica necesaria para el funcionamiento de algún aparato. Algo ha dejado –ha tenido que dejar– de funcionar. El ascensor, el interruptor que abre el portal, la puerta del garaje, el extractor del bar que hay en los bajos del edificio. Quizás la farola de la esquina, la luz verde del semáforo de mi calle, el reloj de la iglesia. El foco que ilumina la fachada del Ayuntamiento, el alumbrado de la próxima Navidad en la calle Mayor. La megafonía de la estación de ferrocarril, la línea dos de metro entre las estaciones de Ópera y Banco de España. Tal vez el radar del kilómetro 33 de la carretera de La Coruña, el faro de Torredambarra, la apertura automática de las puertas de El Corte Inglés de Sevilla, la alarma de incendios del colegio público Victoria Kent. El ascensor de la Tour Eiffel, el marcador del visiting team del estadio del Manchester United. El marcapasos de Lech Wałęsa. La draga de succión del Canal de Suez, el micrófono ante el que dará su próximo mitin Barack Obama, el circuito cerrado de televisión de la 中国中央电视台 (Zhōngguó Zhōngyāng Diànshìtái). La antena parabólica del observatorio de Arecibo en Puerto Rico, la línea telefónica interna del Kremlin, el satélite artificial ECHOSTAR 10.
El movimiento de rotación de la tierra.
Tu corazón.

miércoles, julio 16, 2008

El achicopal

Llega el verano y ¡ah, las vacaciones! Uno se cree libre de responsabilidades: nada de preocupaciones; ¿el estrés?, olvidado; ni ordenadores ni oficina ni agenda. Qué tranquilidad, qué felicidad. Sientes ganas de silbar, de bailar, de dar volteretas (si tu anquilosamiento te lo permitiera). Empiezas a hacer planes: a partir de ahora, nada de carreras para coger el metro, sólo paseos tranquilos y erráticos, sin prisa, sin objeto. Y ¿qué tal un viaje a la playa? O tumbarse en la hierba, a ver pasar las nubes, sin más.
Y una mañana, cuando aún estás en la cama, tumbado, leyendo, escuchas un roce, unas uñitas arañando la madera y corres a abrir el armario, a buscar entre la ropa de invierno y lo presientes, justo debajo de ese jersey con olor a naftalina. Lo apartas angustiado y allí está, mirándote con sus ojos de pasado: el achicopal. Tu achicopal tiene forma de anécdota, se parece a un recuerdo. Un recuerdo bello, sin duda, pero precisamente por ser ya sólo un recuerdo se ha convertido en achicopal.
Un achicopal es pequeño como un suricato, cabe en la palma de la mano, o incluso en un pastillero. También puede ser grande como un mastín, que te espera sentado en el felpudo cuando vuelves a casa. El achicopal te acompaña día y noche, silencioso, enigmático, con su mirada de esfinge. Lo llevas en el bolsillo, como una china en el zapato o enganchado a tu muñeca como un reloj de pulsera.
Tu achicopal apenas hace ruido, cruje como las hojas secas o una carta antigua. A veces, se te olvida que está contigo y, de pronto, lo buscas con la mirada, ansiosamente. No se ha movido, está justo donde lo dejaste, clavándote sus ojillos brillantes y redondos como canicas negras.
En la oscuridad de la noche, intuyes su silueta, sus ojos como dos pozos profundos junto a la almohada. Entonces, cuando estás a punto de conciliar el sueño, suspira o se encoge de hombros. Y pasas el resto de la noche mirando el techo y esperando que salga el sol.
Un achicopal es responsabilidad de su dueño. No le puedes pedir a tu vecino que te riegue las plantas, que recoja el correo de tu buzón, que cuide a tu achicopal. El achicopal es tuyo.
El achicopal nunca viene solo. Empiezas a encontrar achicopales debajo de la cama, en el baño junto al cepillo de dientes, dentro del frigorífico, en la bandeja de entrada del correo electrónico. Pronto, tu casa se llena de olor a telarañas o a cristal empañado, de rumor de puertas cerradas y pasos que se alejan. Y sabes que la única manera de librarte de ellos es estar ocupado, volver al trabajo y a la rutina. Sólo así podrás olvidarte de tus achicopales y, poco a poco, irán marchándose tal como vinieron, sin decir una palabra, con apenas un temblor de lluvia. Y se llevarán consigo sus miradas de pretérito, sus ojos de turmalina.
A veces pensarás con nostalgia en tu pequeño achicopal, recordarás su mirada de petróleo, e incluso creerás escuchar un ronroneo de cuentas de cristal, pero no lo echarás de menos. Sabes que puede volver en cualquier momento, así que cierras bien las puertas, tapas las rendijas, eliminas todo aquello que pueda traerlo de vuelta: una entrada de cine, un disco, un par de calcetines viejos. Al principio sufrirás, te sentirás abandonado, pero el tiempo todo lo cura y la imagen del achicopal se irá borrando hasta desaparecer por completo entre despertadores y formularios.

domingo, mayo 25, 2008

Reflexión

Por un momento, la había confundido conmigo. Pero no era yo. Era otra, y bien distinta. La prueba de ello es que si yo guiñaba mi ojo derecho, ella me guiñaba el izquierdo; si yo levantaba la mano izquierda, ella saludaba con mi derecha. Era zurda y siniestra para todo lo que yo soy recta y diestra.
Intenté un diálogo. En vano. No era una cuestión de primera y segunda personas, como yo había pensado al principio. Era una tercera persona, una extraña. Y no me entendía.
Totalmente ajena a mi presencia, se miraba en mi reflejo y ensayaba muecas y ademanes. ¿Se estaba burlando de mí?
Entonces, se puso seria. ¿Me habría oído? ¿Había escuchado mis pensamientos?
Poco a poco, las que me habían parecido diferencias evidentes se iban desdibujando, y los rasgos comunes me resultaban cada vez más desconocidos.
Nadie me había obligado, pero ahí estaba yo, repitiendo cada uno de sus movimientos, como si no tuviese voluntad propia. Que ella sacaba la lengua, yo la imitaba. Si arqueaba las cejas, yo hacía lo mismo. Si se encogía de hombros, yo repetía su gesto con igual indiferencia.
Así hemos estado un buen rato. Hasta que se ha cansado y se ha marchado del cuarto de baño. Y yo he hecho lo mismo.

jueves, mayo 01, 2008

Cosas que dan miedo

Las advertencias de las cajetillas
de tabaco, las calles sin farolas,
guardar durante horas una cola,
pregunte usted en la otra ventanilla.

Las manchas de carmín en las colillas,
secretos como el de la Coca-Cola,
la obra de Balzac y de Émile Zola,
el Coco y encender una cerilla.

Las luces de los trajes de torero,
la oscuridad y oír pasos que suben,
los necios con ideas de bombero.

Me siguen asustando cual a impúber
el tal Lobo Feroz, el can Cerbero,
Sir Edgar Allan Poe y Freddie Kruger.

lunes, marzo 24, 2008

Curiosidad

Un pasillo blanco, iluminado, con puertas a ambos lados. Las puertas, también blancas, con picaportes metálicos, se dibujan sobre la pared lisa a intervalos regulares. Los fluorescentes del techo emiten una luz lechosa y deslumbrante que parece vibrar. Se percibe un leve zumbido. Procede de los tubos incandescentes. O del propio oído, que se esfuerza por captar algún eco, el mínimo crujido.
Silencio. Ni un rumor, ni un paso. Sólo el ronroneo constante del espacio vacío. La respiración del pasillo.
El corredor acaba en un recodo. Un ángulo recto. Al girar la esquina, el pasillo continúa. O se detiene, contra un muro blanco. Al final no hay nada. O hay algo. Como detrás de cada puerta.
Las puertas están cerradas y no van a abrirse. No importa si se podría o no. Simplemente, no se abrirán.
Detrás de cada una de ellas hay una realidad latente, una posibilidad que no va a realizarse. Al otro lado de cada panel podría haber una tapia de ladrillo. O un abismo. Cada abertura podría ser una entrada o una salida. Tampoco importa.
Como no interesa lo que quedó atrás. El comienzo del pasillo. Podría ser igual, blanco, con puertas cerradas en las dos paredes. O totalmente distinto.
Lo que no se ve no existe. Puede intuirse, sospecharse. Abrir una puerta supondría descifrar un secreto. Ceder a un deseo velado. Extinguir el enigma.