miércoles, julio 16, 2008

El achicopal

Llega el verano y ¡ah, las vacaciones! Uno se cree libre de responsabilidades: nada de preocupaciones; ¿el estrés?, olvidado; ni ordenadores ni oficina ni agenda. Qué tranquilidad, qué felicidad. Sientes ganas de silbar, de bailar, de dar volteretas (si tu anquilosamiento te lo permitiera). Empiezas a hacer planes: a partir de ahora, nada de carreras para coger el metro, sólo paseos tranquilos y erráticos, sin prisa, sin objeto. Y ¿qué tal un viaje a la playa? O tumbarse en la hierba, a ver pasar las nubes, sin más.
Y una mañana, cuando aún estás en la cama, tumbado, leyendo, escuchas un roce, unas uñitas arañando la madera y corres a abrir el armario, a buscar entre la ropa de invierno y lo presientes, justo debajo de ese jersey con olor a naftalina. Lo apartas angustiado y allí está, mirándote con sus ojos de pasado: el achicopal. Tu achicopal tiene forma de anécdota, se parece a un recuerdo. Un recuerdo bello, sin duda, pero precisamente por ser ya sólo un recuerdo se ha convertido en achicopal.
Un achicopal es pequeño como un suricato, cabe en la palma de la mano, o incluso en un pastillero. También puede ser grande como un mastín, que te espera sentado en el felpudo cuando vuelves a casa. El achicopal te acompaña día y noche, silencioso, enigmático, con su mirada de esfinge. Lo llevas en el bolsillo, como una china en el zapato o enganchado a tu muñeca como un reloj de pulsera.
Tu achicopal apenas hace ruido, cruje como las hojas secas o una carta antigua. A veces, se te olvida que está contigo y, de pronto, lo buscas con la mirada, ansiosamente. No se ha movido, está justo donde lo dejaste, clavándote sus ojillos brillantes y redondos como canicas negras.
En la oscuridad de la noche, intuyes su silueta, sus ojos como dos pozos profundos junto a la almohada. Entonces, cuando estás a punto de conciliar el sueño, suspira o se encoge de hombros. Y pasas el resto de la noche mirando el techo y esperando que salga el sol.
Un achicopal es responsabilidad de su dueño. No le puedes pedir a tu vecino que te riegue las plantas, que recoja el correo de tu buzón, que cuide a tu achicopal. El achicopal es tuyo.
El achicopal nunca viene solo. Empiezas a encontrar achicopales debajo de la cama, en el baño junto al cepillo de dientes, dentro del frigorífico, en la bandeja de entrada del correo electrónico. Pronto, tu casa se llena de olor a telarañas o a cristal empañado, de rumor de puertas cerradas y pasos que se alejan. Y sabes que la única manera de librarte de ellos es estar ocupado, volver al trabajo y a la rutina. Sólo así podrás olvidarte de tus achicopales y, poco a poco, irán marchándose tal como vinieron, sin decir una palabra, con apenas un temblor de lluvia. Y se llevarán consigo sus miradas de pretérito, sus ojos de turmalina.
A veces pensarás con nostalgia en tu pequeño achicopal, recordarás su mirada de petróleo, e incluso creerás escuchar un ronroneo de cuentas de cristal, pero no lo echarás de menos. Sabes que puede volver en cualquier momento, así que cierras bien las puertas, tapas las rendijas, eliminas todo aquello que pueda traerlo de vuelta: una entrada de cine, un disco, un par de calcetines viejos. Al principio sufrirás, te sentirás abandonado, pero el tiempo todo lo cura y la imagen del achicopal se irá borrando hasta desaparecer por completo entre despertadores y formularios.