jueves, agosto 20, 2009

Síndrome

Ya había experimentado aquella sensación antes de abandonar la avenida principal. Ahora, en este callejón desierto, la impresión de que alguien me perseguía adquiría aún más consistencia. Las farolas dibujaban pequeños halos de luz amarillenta sobre la acera. El resto de la calle permanecía en una oscuridad casi absoluta. Un gato se deslizó bajo las ruedas de un coche abandonado. Avancé unos metros. Sólo se escuchaba el eco de mis pasos repetido por las fachadas ennegrecidas de los edificios, por los contenedores cubiertos de graffiti. Aparentemente, estaba solo. Sin embargo, podía imaginar la presencia de mi perseguidor oculto tras alguna esquina, en el umbral sombrío de alguno de aquellos portales. Continué caminando, echando miradas por encima del hombro, escudriñando en la noche con los ojos entornados. Entonces me pareció ver a un hombre de mi estatura iluminado por un rayo de luna. Inmediatamente, retrocedió para volver a desaparecer en la negrura de la noche. Definitivamente, lo había visto. Un hombre de complexión mediana, con un sombrero oscuro y una gabardina desgastada, similar a la mía. Aceleré el paso, con el anhelo de cruzarme con algún paseante nocturno o de que mis pasos me condujesen hasta alguna plaza concurrida. Cada vez lo sentía más cerca, casi me pisaba los talones. Había empezado a trotar, intentando aumentar la distancia que me separaba de mi persecutor. En un momento dado, me paré bruscamente y me di la vuelta. Allí estaba, a sólo unos metros de mí. Con unos zapatos iguales a los míos, también salpicados de barro, avanzó unos pasos, hasta que pude distinguir perfectamente sus facciones en la penumbra del callejón. Una barba de dos días erizaba un mentón prominente como el mío; los labios finos, similares a los míos, se contraían en un rictus severo, de impaciencia y hostilidad; mi propia nariz; mis cejas arqueadas, interrogantes; los ojos marrones, del mismo tono castaño que los míos, reflejaban los sentimientos contradictorios de miedo y curiosidad que ahora me asaltaban. Permanecimos unos instantes mirándonos en silencio y, entonces, después de un ligero carraspeo, con mi propia voz, me preguntó: «¿por qué me sigues?».